Plazas y Rincones de Córdoba

Plazas y Rincones de Córdoba

La Judería y el entorno de la Mezquita - Catedral
Plazas y Museos
Las Iglesias Fernandinas, alma de los barrios
Rumbo a las Tendillas, centro urbano

Introducción

Es Córdoba una ciudad de plazas. Más de 80 jalonan su casco antiguo, como espacios abiertos por los que respiran las angostas y quebradas calles de la trama urbana. Por encima de los autos, que a veces las degradan a impropias cocheras, tienen las plazas antigua vocación de ágora y de foro, propiciadoras de la relación humana y del encuentro. No hay dos plazas iguales, pues cada una tiene su propio ambiente y su semblante que le confieren la personalidad.

Por su origen, son unas hijas de ensanches modernizadores, como Las Tendillas: algunas de las que se extienden a la vera de las iglesias antiguas fueron en su origen cementerios parroquiales, como San Miguel, San Pedro o San Nicolás; otras ocupan el lugar de conventos desaparecidos, como las Dueñas o Poeta Juan Bernier. Unas surgen de la mera confluencia de calles, como Portillo, la Almagra o Carrillos, mientras que otras son antesalas de templos conventuales, como la Trinidad, San Agustín o el Compás de San Francisco.

Por sus dimensiones, las hay espaciosas y bulliciosas como la Corredera, trasunto castellano, y mínimas y silenciosas, como los Rincones del Oro, fragilidad de íntimo patio; rectángulos perfectos, como Aguayos o de contorno irregular, como Abades. Unas salen al paso, tangenciales a calles transitadas, como San Andrés o Valdelagranas, mientras que otras hay que descubrirlas en el intrincado casco antiguo, como las Tazas o Conde de Gavia.

Por su fisonomía o ambiente, las hay blancas y místicas, como Capuchinos - mero rectángulo de cal y de cielo-; amenizadas con floridos jardines, como la Magdalena o Doctor Emilio Luque; evocadoras de ídolos taurinos, como Conde de Priego o la Lagunilla; recatadas e íntimas cual patios particulares, como Flores u Hoguera; y soñadoras orgullosas de su pasado picaresco, como la del Potro. Algunas parecen engarzadas en el itinerario turístico cual un souvenir, como la de Tiberíades, Judá Leví o Benavente, mientras que otras se las reserva el pueblo para su disfrute festivo, como Huerto Hundido o Pozanco.

La vecindad de monumentos también las realza y las califica, y así, las hay medievales como el Campo Santo de los Mártires; mudéjares como el Indiano; renacentistas como Jerónimo Páez u Orive; barrocas como Vizconde de Miranda o Cardenal Salazar; y neoclásicas como la Compañía. Pero la que concentra más monumentos en su entorno es la del Triunfo.
Recorrer un itinerario, irregular y caprichoso, por las ochenta plazas del casco antiguo permite conocer a fondo la Córdoba profunda de los barrios, la que se extiende más allá del mero escaparate turístico.



Los Jardines de la Victoria, creados a finales del siglo XIX, y recientemente remodelados, son el gran recibidor verde de la ciudad. Cerca de su inicio se abre la Puerta de Almodóvar, y junto a ella se alza la estatua del filósofo Lucio Anneo Séneca, nacido en Córdoba en el año 3 antes de Cristo, erigida en 1966. Frente a la estatua, y paralela a la almenada muralla medieval, discurre la calle Cairuán, amenizada por estanques y protegida por un foso defensivo por el que baja el arroyo del Moro.
La Puerta de Almodóvar se abre hospitalaria, invitando a entrar en la Judería, que es como un pueblo blanco y sosegado. Con la de Sevilla y el Portillo, es una de las tres puertas conservadas del recinto amurallado medieval de la Villa o Medina.

La calle Judíos parece estrechar al viajero en un abrazo de cal y silencio. Es para recorrerla sin prisa. En el número 7 se abre la bodega Guzmán, una acogedora taberna con sabor taurino, muy concurrida por gentes del barrio. Poco más abajo, en el número 12, la casa Andalusí muestra una exposición permanente sobre la fabricación del papel, que permite conocer una vivienda antigua del siglo XII cuidadosamente restaurada. En la misma acera, tras un portalón que ostenta el número 20, se halla la Sinagoga judía. Consta de vestíbulo y sala de oración, que es de planta cuadrangular y está decorado en su parte superior con ricas labores de yesería mudéjares. Fue construida por Yishaq Moheb en 1315 y es una de las tres sinagogas que se conservan en España. Los judíos sefardíes se emocionan hasta llorar entre estas paredes.
Estamos en el tramo más angosto de la calle Judíos, donde su abrazo se estrecha. A la izquierda, un breve callejón protegido por medios arcos de ladrillo invita a entrar en el Zoco, mercado municipal articulado en torno al patio rodeado de bakalitos o pequeños talleres donde los artesanos trabajan sus productos a la vista del público. En el primer patio, una tienda agrupa la oferta de la Asociación Cordobesa de Artesanos, centrada en cerámica, cuero y bisutería, mientras que en el segundo patio se asoman locales dedicados a platería, cerámica, tradicional y creativa, y papier maché.

La angosta calle Judíos encuentra un agradable respiro en la inmediata placita de Tiberíades, presidida por estatua sedante de Maimónides, el pensador judío más notable que dio Córdoba. La estatua, labrada por el escultor Amadeo Ruiz de Olmos, fue instalada en 1964.
Desemboca la calle Judíos en la plaza dedicada a Maimónides, también llamada de las Bulas, por la casa del siglo XVII en la que, desde 1954, se ubica el Museo Taurino municipal. A la izquierda del Museo un callejón con arco de ladrillo nos invita a asomarnos a la angosta calleja del Cardenal Salazar, purpurado fundador del hospital de su nombre, con barroca fachada de principios del siglo XVIII, sede hoy de la Facultad de Filosofía y Letras. Conserva este edificio una interesante capilla gótico-mudéjar del siglo XIV, dedicada a San Bartolomé, precedida de un bello pórtico que se puede admirar a través de una cancela. Frente al antiguo hospital alza su pajiza mole la iglesia de San Pedro de Alcántara, templo conventual de finales del siglo XVII.

Volvemos a la plaza de Maimónides, para tomar la calle llamada hoy de Tomás Conde y antaño de las Pavas. En ella nació en 1561 Luis de Góngora, uno de los grandes poetas del Siglo de Oro. Hacia la mitad de Tomás Conde, la angosta calle Albucasis nos asoma a la plaza de Judá Leví, en la que podemos observar el edificio, recientemente reformado, que alberga la Oficina Municipal de Turismo y Congresos, donde recabar planos e información sobre la ciudad. Bajo la acogedora sombra de los naranjos, el bar Judá Leví despliega sus veladores; un sitio ideal para descansar, escribir una postal o reponer fuerzas con un plato combinado.

Volvemos a la calle Tomás Conde y tomaremos la calleja de la Luna, situada enfrente de Albucasis. Su quebrado trazado desemboca en una placita recoleta en la que no falta la fuente decorada con una mutilada escultura del dios Pan, que ha perdido la flauta. Cuando el tiempo lo permite, los mesones de la Luna y de la Muralla sacan mesas a la placita, sombreada por toldos y veladores a la explanada exterior, que, centrada por un estanque y moteada de naranjos, se extiende al pie de la muralla. A la derecha de la explanada termina la amena calle Cairuán, que vimos nacer junto a la Puerta de Almodóvar. Parece guardar su intimismo la blanca estatua sedante del jurista, médico y filósofo Averroes, con un libro en la mano que simboliza en compendio de su vasto saber. Considerado el pensador más universal que ha dado Córdoba, bebió en la fuente de Aristóteles e influyó notablemente en el pensamiento de Santo Tomás de Aquino.
La ajetreada calle Doctor Fleming nos acerca al Campo Santo de los Mártires, jardín que sirve de verde antesala al Alcázar de los Reyes Cristianos, cuyas torres y murallas almenadas se alzan al fondo. Antes de entrar convendrá pasear la mirada por algunas cosas de interés, como los Baños Califales, así llamados por haber pertenecido al Alcázar califal y actualmente en recuperación; el monumento a dos enamoradas de leyenda, el poeta Ibn Zaydun y la princesa Walada, representados por unas manos tiernamente entrelazadas bajo un templete; y el busto, poco favorecido, de al-Hakam II, que reinó entre el 961 y el 976, y fue el más culto de los califas de Al.Andalus.

El acceso al Alcázar de los Reyes Cristianos se realiza a través del arco apuntado, que se abre bajo la torre de los Leones, una de las cuatro que conserva esta fortaleza palaciega, mandada edificar por Alfonso XI en el siglo XIV sobre parte del antiguo y más extenso Alcázar califal y ampliado más tarde por los Trastámara, que añadieron baños y jardines. Está considerado el monumento más representativo de la arquitectura militar cordobesa, y fue sucesivamente residencia real, sede de la inquisición y cárcel. Destacan las torres de los Leones, de la Inquisición y del Homenaje, así como el salón de los Mosaicos, una antigua capilla barroca, así llamado por los mosaicos romanos que revisten sus muros, hallados a finales de los años cincuenta en la plaza de la Corredera.
En un edificio contiguo al Alcázar, sede hoy de la Delegación de Defensa, se conservan las Caballerizas Reales, cuya construcción se llevó a cabo en el siglo XVIII bajo el reinado de Fernando VI, que hasta hace pocos años acogieron el Depósito de Sementales del Ejército.
El contiguo arco de las Caballerizas Reales da acceso al barrio del Alcázar Viejo o de San Basilio, que data de la segunda mitad del siglo XIV. Al igual que la Judería, es como otro pueblo dentro de la ciudad, y en él perviven genuinos patios populares cordobeses, visitables durante el concurso municipal de Mayo.
Vamos ahora al encuentro del núcleo más monumental de Córdoba a través de la calle Amador de los Ríos, flanqueada a la derecha por el antiguo Seminario de San Pelagio -construido entre los siglos XVI y XVII, que luce al exterior una barroca portada de piedra gris enmarcada por columnas-, y a la izquierda por el edificio de la Biblioteca Provincial, que conserva una preciosa escalera rococó de finales del siglo XVIII. Al fondo de la calle se alza el esbelto Triunfo de San Rafael, el más imponente de los ocho que jalonan la ciudad. Sobre una rocosa base, compuesta con cierta teatralidad, aparecen San Acisclo, Santa Victoria -los patronos de Córdoba- y Santa Bárbara rematando un barroco conjunto en el que también se pueden apreciar un caballo, un águila y un león, la palmera y otras alegorías. Sobre una torre cilíndrica se eleva la airosa columna, rematada por un capitel corintio que sostiene la escultura del Arcángel custodio de la ciudad.

Mirando al Puente Romano, y hundida unos dos metros sobre al pavimento circundante, a raíz de las remodelaciones varias, se halla la Puerta del Puente que, por su carácter exento, tiene más aspecto de arco de triunfo. Fue erigida en 1575 según traza el arquitecto Hernán Ruiz III, en honor de Felipe II, a quien hace referencia la inscripción que campea sobre la puerta.
Por aquí discurre el Guadalquivir, el viejo Betis romano y el río grande de los árabes, que determinó el emplazamiento de la ciudad, aunque Córdoba, desagradecida, hasta ahora le halla vuelto la espalda.

El tramo comprendido entre los dos puentes, lleno de islillas y de vegetación fluvial, es conocido por Sotos de la Albolafia, y ofrece al atardecer un curioso espectáculo natural, cuando miles de aves lo invaden para utilizarlo como dormidero, espectáculo que se repite al alba en sentido inverso.
Pese a su nombre, el Puente Romano sólo conserva de entonces su trazado y cimentación, pues ha sufrido diversas reconstrucciones y reparaciones a lo largo de los siglos. Consta de dieciséis arcos, la mayoría de medio punto, que se apoyan en sólidos estribos con tajamares. En la zona central del pretil oriental tiene una imagen de San Rafael colocada en el año 1651, precedente de los triunfos, ante la que nunca dejan de arder las velas que enciende constantemente la piedad popular. Observe cómo los vecinos del Campo de la Verdad, el barrio de la orilla izquierda, se santiguan al cruzar ante la imagen.
Delante del puente se despliegan, aguas abajo, varios molinos harineros de época árabe. El más notable -hasta tiene el honor de figurar en el sello de la ciudad- es el de la Albolafia, por su gran rueda o noria de madera con cangilones, restaurada hace pocos años, que en épocas pasadas elevaba del río el agua necesaria para regar los jardines del vecino Alcázar.

Cierra el Puente Romano por el sur la Torre la de la Calahorra, que surge en época árabe como pequeña fortaleza, compuesta por dos torreones unidos por un arco y que constituía la puerta meridional de Córdoba. Para reforzar su valor defensivo, Enrique III le añadió en 1369 una tercera torre y los cilindros de unión entre todas ellas. A lo largo de los tiempos ha tenido la torre diversos usos, como cárcel de la nobleza, cuartel de la Guardia Civil, escuela de niños y museo de la ciudad. Desde 1987 acoge el llamado Museo vivo de al-Andalus, creado por la Fundación Roger Garaudy para ilustrar el esplendor y la convivencia pacifica -no siempre- de árabes, cristianos y judíos durante la dominación musulmana. Desde su terraza superior la torre brinda la mejor vista panorámica de la Córdoba monumental. El regreso a pie por el Puente Romano permite seguir disfrutando de esta concentración de monumentos.

Pasada la Puerta del Puente, y dejando a la izquierda el triunfo de San Rafael, enfilamos la calle Torrijos. A su derecha se alza la majestuosa fachada occidental de la Mezquita-Catedral, cuyo airoso campanario asoma por encima de las almenas. A la izquierda surge el Palacio Episcopal, sede del Museo Diocesano de Bellas Artes, que reúne interesantes colecciones artísticas de los siglos XIII al XVIII, principalmente escultura y pintura. El contiguo edificio es el antiguo Hospital de San Sebastián, del siglo XVI, adaptado a Palacio de Congresos tras una respetuosa restauración. Su patio mudéjar cerrado por doble claustro es un remanso en el que refugiarse del ajetreo exterior. La antigua capilla del hospital luce a la calle la mejor portada de gótico humanista existente en Córdoba, obra del Hernán Ruiz I, cuyo interior acoge la Oficina de Turismo de la Junta de Andalucía, donde puede admirarse una maqueta de la Mezquita-Catedral.
Llegó por fin el momento de entrar en la Mezquita-Catedral, el principal monumento de Córdoba. A este monumento dada su importancia le dedico una página especial que podrá visitar desde el menú de inicio.

Frente a la puerta catedralicia de Santa Catalina, surge la placita de este nombre, de la que parte la calle dedicada al músico cordobés Martínez Rúcker, que nos lleva a otra plaza recoleta, la de la Concha, apellido del linaje que habitó la casa señorial situada en su vertiente izquierda, sede hoy de la Institución Teresiana, que la cuida amorosamente.

A la vera de la casa se abre la calleja de Pedro Ximénez, más conocida como del Pañuelo, pues esa es la anchura de su tramo más angosto; es una calleja sin salida que desemboca en la plaza mas pequeña del mundo, apenas quince metros cuadrados y que tiene un nombre tan sugerente como Rincones del Oro. Es como un pequeño patio privado, amenizado por una modesta fuente cuya taza es un brocal árabe. Observará que el tenue rumor de las fuentes antiguas es la música natural más adecuada para acompañar estos rincones íntimos, en los que pervive el alma imperturbable de una Córdoba intemporal
La calle Martínez Rúcker desemboca al instante en la plaza de Abades, por donde estuvo la antigua alcaicería árabe; hoy es un enclave de calles presidido por la modesta ermita de la Concepción, de mediados del siglo XVIII, que ha recobrado la decoración crema y rojiza de la fachada, a imitación de mármoles. Tornaremos ahora, por la izquierda, la calle Osio, a la que se asoman portaditas de abolengo, como la de la casa número 10. Poco más adelante, en el 2, abre la taberna Santa Clara, con alma y patios de casa antigua, como el de los limoneros. Al desembocar en la calle Rey Heredia, dejamos a la derecha el antiguo convento de Santa Clara, que se alza sobre una pretérita mezquita. La restauración del edificio recuperará la superposición de culturas romana, árabe y cristiana.
Subimos unos metros por Rey Heredia para tomar, a la derecha, Horno del Cristo, calle que adentra en la plaza de Jerónimo Páez, agradable y espaciosa, sombreada por acacias, casuarinas, naranjos y pinos. Bajo los árboles una fuente moderna de mármol blanco y gris contrasta con las mansiones que la flanquean. Por la izquierda, el antiguo Palacio de Casas Altas, amorosamente restaurado por Elie Namhias, un acaudalado judío, ya fallecido, que se enamoró de Córdoba y lo adquirió para pasar en él algunas temporadas, que se conoce por "casa del judío". El bar la Plazuela extiende sus veladores en la explanada. En el lado opuesto de la plaza surge el palacio renacentista de los Páez de Castillejo, sede del Museo Arqueológico, en el que las piedras hablan para explicar las raíces de Córdoba, desde la Prehistoria hasta el Renacimiento. Sobresalen las colecciones romanas, en la planta baja, y árabes en la planta superior. De las primeras destacan las marmóreas esculturas del dios Mitra sacrificando al toro y de Afrodita agachada, un sarcófago paleocristiano y la serie de mosaicos, entre ellos el de las Estaciones; y entre las segundas, la estrella es sin duda el cervatillo de bronce procedente de Medina Azahara, sin menospreciar las finas labores de atauriques y capiteles califales ni la cerámica verde y manganeso de la misma época. Las colecciones están armoniosamente dispuestas en patios y salones del antiguo palacio, que ostenta al exterior una erosionada portada proyectada en el siglo XVI por Hernán Ruiz II y Sebastián de Peñarredonda.
Tomaremos la calle dedicada a Julio Romero de Torres, quebrada e íntima, que invita a recorrerla sin prisa. Y es que estas callejas quebradas y silenciosas, en las que resuenan los propios pasos, se explican por sí solas; tal es su capacidad de sugerencia. Al final, confluye por la izquierda con la calle Cabezas, en la que merece la pena adentrarse un poco. Las austeras casas señoriales de la acera derecha contrastan con el imponente torreón defensivo del siglo XV, perteneciente a la antigua mansión de los Marqueses del Carpio; poco más adelante, la angosta calleja de los Arquillos, cerrada por verja, evoca la leyenda de los Siete Infantes de Lara, sobre la que ilustra una lápida con texto de Menéndez Pidal. Regresaremos al inicio de la calle para dirigirnos al Portillo, puerta Medieval abierta en la muralla que separaba la Villa o centro urbano de la Ajarquía o arrabales. Al otro lado del Portillo, baja, festoneada de naranjos, la calle de San Fernando o de la Feria, que debe este nombre a las fiestas que celebraba la antigua cofradía del hospital de la Lámpara o del Amparo, del gremio de calceteros, y que menciona Baroja en La feria de los discretos <<...aquí de celebraban antiguamente la mayoría de los espectáculos. Ahí se ejecutaba, se corrían toros y cañas, y durante los ocho días anteriores a la Virgen de Linares, los calceteros tenían una gran feria. Por eso en las calles hay tantas ventanas y galerías >>.

Casi enfrente del Portillo se abre un curioso arco, de 1782, intercalado entre las casas, por el que accedemos al Compás de San Francisco, placita ajardinada dominada por la parroquia de la misma advocación. Junto a la fachada del templo de halla una fuente neobarroca, decorada con azulejos que reproducen el cuadro de Valdés Leal La Virgen de los Plateros, lo que proporciona una pista bien clara para saber que en este barrio se concentró antaño el gremio de los plateros cordobeses, que hoy extienden sus talleres artesanos por toda la ciudad.

Volvemos a la calle de la Feria para tomar la de San Francisco, que se abre poco más abajo. En el número 6 se halla una centenaria taberna de la cadena Sociedad de Plateros, que data de 1872. Casi al final, una bocacalle nos adentra en la Plaza del Potro.

Fue el centro de la picaresca cordobesa en los siglos XV al XVII, así que hay que imaginársela frecuentada por mercaderes, comerciantes, diligencias, cocheros, lacayos, escuderos, arrieros fregonas, tratantes, truhanes, meretrices y vividores de variada condición. Como reza un azulejo, Cervantes "mencionó este lugar y barrio en la mejor novela del mundo". En su perímetro llegó a haber seis posadas, pero hoy sólo queda la del Potro, que el Ayuntamiento rescató para uso cultural, especialmente exposiciones. Asomarse a su patio, recorrido en la planta alta por balaustrada de madera, es trasladarse al siglo XVI. Pero el símbolo más representativo de la Plaza del Potro es la fuente del mismo nombre, de 1577, cuyo pilón octogonal invita a refrescarse en los calurosos veranos. Cierra la plaza por el sur un triunfo de San Rafael, realizado por Michel de Verdiguier hacia 1768 para la plaza del Ángel, trasladado aquí en 1924.
Podemos aprovechar que la plaza del Potro de abre al Guadalquivir a través de la calle Enrique Romero de Torres para asomarnos al Paseo de la Ribera, recientemente recuperado como tal. Las viejas barandillas son un buen mirador sobre el meandro del río y el antiguo embarcadero, con rampas para bajar al escueto muelle, frecuentado a veces por pescadores.

A la izquierda verá las ruinas del Molino de Martos, recientemente restaurado, mientras que sobre la orilla opuesta se alzaba un duro murallón, de aspecto algo siniestro, derribado en la actualidad y en los terrenos liberados, se construyó recientemente el Jardín de Miraflores y, próximamente, el Palacio del Sur, obra del arquitecto holandés Rem Koolhaas.
El edificio, símbolo de la recuperación del río, será una puerta de entrada a Córdoba. En total, el edificio ocupará 35.000 metros cuadrados de superficie, de los que la mitad se dedican a un hotel. Dispondrá de dos grandes salas para congresos y una zona interactiva de 2.000 metros para iniciar al visitante en la historia de Córdoba. Ocupa una parcela de terreno de 6.000 metros cuadrados distinta a la ubicación originalmente prevista. Incluye una amplia zona de ocio.
Volvemos a desandar la calle Enrique Romero de Torres - con el buen tiempo los mesones y tabernas del entorno, como Callejón, El Potro o La Ribera, extienden sus sombrillas y veladores y ofertan sus menús económicos - para volver al pie del triunfo y tomar la calle de los Lineros, a la derecha. Le llamará la atención un curioso y restaurado altar callejero dedicado a San Rafael, que se alza en la esquina con la calle Candelaria y que data del siglo XVIII.


A través de las calles Lineros, Carlos Rubio y La Rosa saldremos a la plaza de San Pedro, dominada por la parroquia del mismo nombre. Tras la portada renacentista realizada en 1542 por Hernán Ruiz II, se levanta un templo de fundación fernandina de finales del siglo XIII. Tras el templo se extiende la plataforma de una tranquila plaza, en la que no falta la cantarina fuente neobarroca; y frente al costado del lado del Evangelio, se abre la plaza de Aguayos, a la que da nombre la antigua casa señorial de este linajudo apellido. Tiene una portada mudéjar de principio del XVI, y es hoy Colegio de la Sagrada Familia.
A través de la angosta calle dedicada al escultor cordobés Juan de Mesa, nos acercamos a la plaza de la Almagra, que es una mera confluencia de calles centrada por una farola fernandina con fuente incorporada. Casi enlazada con la Almagra surge más arriba la plaza del Socorro, presidida por la ermita, recientemente restaurada, en la que se venera a la virgen de esta advocación, patrona y protectora de los comerciantes de la corredera, que la colman de frutos en su festividad.

Por el Arco Bajo entramos en la Corredera, recientemente restaurada, que con su aspecto de plaza porticada castellana es la más singular de Córdoba. El recinto data de época árabe y ha sido recientemente restaurado.
La Corredera es un rectángulo de 5.525 metros cuadrados de superficie, cuyos lados, ligeramente desiguales, miden 112, 35 109 y 37 metros. Su nombre deriva de uno de los usos que tuvo primitivamente, las corridas de toros y cañas, bien distintas a las actuales, organizadas con motivo de visitas reales y grandes solemnidades; sus 360 balcones constituían privilegiados palcos, desde donde contemplarlas. Pero conoció la Corredera otros usos menos festivos, pues en ella tuvieron lugar ejecuciones públicas, inquisitoriales autos de fe, arrebatadores sermones y hasta un combate naval conmemorativo de la batalla de Lepanto. Hoy acoge fiestas de máscaras por Carnaval, otras fiestas populares y mítines políticos en campañas electorales. Desde 1893, hasta su demolición en 1959, se alzó en el centro del rectángulo el mercado central de la ciudad, que ocultó la contemplación de la plaza.

A través del Arco Alto salimos de la Corredera para subir por la empinada calle Rodríguez Marín o Espartería, jalonada de comercios variopintos. Al coronarla sorprende la airosa perspectiva que cobran los restos del Templo Romano, destinado a dar culto al emperador y construido a mediados del siglo I. Las columnas estriadas rematadas por capiteles corintios que las restauración ha puesto en pie, contrastan con el moderno diseño de la vecina Casa Consistorial, inaugurada en 1985.
Pero el monumento mas sobresaliente de la calle Capitulares es la Real Iglesia de San Pablo, majestuoso templo gótico-mudéjar que se esconde tras la engañosa portada barroca frente al Ayuntamiento. Esta portada exterior introduce en un compás o patio dominado por la fachada del templo, de severidad manierista, con un bello rosetón en el centro. A la derecha de la fachada llama la atención una torre de madera, con aspecto de jaula, que cobija un infrecuente carillón de reciente restauración, compuesto por 32 campanas que lanzan al aire melodías religiosas y profanas.
Esquivando el constante tráfico que sube al centro, bajaremos ahora por la calle San Pablo. Pero antes de su final se abre, por la derecha, la plazuela de Orive, dominada por el palacio del mismo nombre y que ostenta la mejor fachada del Renacimiento civil cordobés, trazada por Hernán Ruiz II en 1560; adquirido por el Ayuntamiento, su interior es objeto de restauración para destinarlo a uso cultural.

Acaba San Pablo en la ajardinada plaza de San Andrés, apenas un ensanche de la calle, amenizada por palmeras, naranjos y floridos parterres. En su centro surge una elegante fuente de 1664, que armoniza con la fachada de la casa señorial de los Luna, edificio renacentista de mediados del siglo XVI con bella portada y dos curiosos balconcillos en esquina. Frente a la placita se alza la parroquia de San Andrés, templo al que recientes obras de restauración le han permitido recobrar parte de su belleza original. Es otra de las parroquias fundadas tras la conquista de Córdoba, y edificada entre los siglos XIII-XIV sobre la antigua basílica visigoda dedicada a San Zoilo.
Avanzamos ahora por el Realejo, núcleo comercial del barrio en el que decadentes portadas blasonadas conviven con tabernas populares, como Caja Julián, y confiterías de barrio como, el Realejo, y San Rafael, que lleva más de sesenta años acreditando el genuino pastel cordobés. Al final de Realejo seguiremos por la calle Muñices, a la derecha, que toma el nombre del antiguo palacio de este linaje, adaptado hoy a colegio público.

Enseguida desembocamos en la ajardinada plaza de la Magdalena, corazón verde del barrio, que está presidida por la iglesia del mismo nombre, otra de las catorce parroquias fundadas por Fernando III tras la conquista de Córdoba y la de más temprana construcción (siglo XIII), en un estilo de transición del románico al gótico con influencias mudéjares. Sombreada por la arboleda y amenizada por por jóvenes parterres de reciente remodelación, la plaza de la Magdalena brinda sus bancos al viajero fatigado para invitarle a descansar y a observar la mole del templo recién restaurado. A mediados del siglo XVIII, esta plaza fue escenario de corridas de toros. En el lugar donde estuvo la desaparecida puerta de Andújar, la plaza desemboca en la Ronda de Andújar. A la izquierda enlazamos con Arroyo de San Lorenzo y salimos a la plaza de este nombre, formada por una confluencia de calles y presidida por la parroquia del mismo título.

Construida sobre una anterior mezquita, la parroquia de San Lorenzo es una de las más bellas iglesias fernandinas de Córdoba. Domina su fachada un soberbio rosetón bajo el que se abre un pórtico de sabor castellano, con tres arcos apuntados, y, tras él, la portada ojival. A la izquierda de la fachada se alza la torre, de traza renacentista, construida por Hernán Ruiz II en 1555 sobre el alminar de la primitiva mezquita. En este barrio de San Lorenzo, que corresponde a la almunia árabe de al-Muguira, nació en el 944 el poeta Ibn Hazm, autor del hermoso libro de filosofía amorosa el collar de la paloma, y tiene dedicada una fuente en el jardín situado ante la iglesia.
Seguimos ahora por la calle Roelas, que nace a la derecha de San Lorenzo, y en pocos pasos, nos lleva a la plaza de San Rafael, en la que se halla la Iglesia del Juramento, con su sobria portada neoclásica, de piedra flanqueada por torres gemelas, dedicada al Arcángel Custodio de Córdoba.
En la misma acera de la Iglesia abre el Mesón Casa la Abuela, con agradable patio arbolado en el que tomar carnes a la brasa. El callejero del entorno honra repetidamente al Arcángel: por la izquierda , la plaza desemboca en Arroyo de San Rafael, pero huyendo del tráfico, tomaremos a la derecha de la iglesia, una calle quebrada e íntima que responde al nombre de Custodio y que nos lleva a la plaza del Pozanco, apacible rincón donde los vecinos adornan, a primeros de Mayo, una de las cruces más concurridas y premiadas de Córdoba.
Aquí iniciamos el recorrido por el barrio de San Agustín. Más adelante surge, por la izquierda, la calle San Agustín, que desemboca enseguida el la plaza del mismo nombre, presidida por el templo homónimo.

La iglesia de San Agustín, recientemente restaurada, perteneció a un convento de Agustinos, fundado por Fernando III tras la conquista y trasladado a este lugar en 1328. La plaza de San Agustín eleva su pavimento en plataforma, mientras sus bancos de fundición invitan a sentarse para contemplar, sobre todo por las mañanas, el movimiento cotidiano que registra esta zona comercial del barrio. Desde el centro de la plaza, y envuelto en su castiza capa, contempla este ajetreo el busto de bronce de Ramón Medina, cantor de fiestas y costumbres tradicionales. Y nada más dejar la plaza de San Agustín surge la más recoleta de las Beatillas. A ella se asoma una taberna popular, El Rincón de las Beatillas, que aglutina peñas taurinas y flamencas, lo que salta a la vista en su decoración.
Continuamos ahora por Rejas de Don Gome, dejando a ambos lados calles menestrales y sosegadas, cuyos nombres -como Zarzo, Hinojo o Parras- tienen un inconfundible sabor popular. Frente a la placita de Muñoz Capilla, las rejas que dan nombre a la calle muestran, a modo de anticipo, uno de los trece patios del Palacio de Viana, que nos espera a la vuelta de la esquina, por la derecha.

En la recoleta placita de Don Gome, tras una pétrea portada manierista del siglo XVII, abre el Palacio de Viana, que hasta 1980 perteneció a los marqueses de este título y es hoy propiedad de una entidad financiera que lo mantiene abierto a la visita turística y lo conserva tal como lo habitaron los aristócratas. Su medio centenar de galerías, estancias y salones guardan notables colecciones de muebles, pinturas, tallas, tapices, alfombras, lámparas, porcelanas, azulejos, armas, cueros artísticos y otros objetos suntuarios. La "reina de las casas cordobesas" es también un verdadero "museo del patio", pues tiene trece que invitan a perderse en ellos sin prisa para dejarse envolver por las sensaciones y reencontrarse con la Córdoba callada.
Subiendo por la calle Santa Isabel nos asomaremos ahora a la iglesia y convento de esta advocación, de monjas clarisas franciscanas, que se alza tras un patio recoleto dominado por dos corpulentos cipreses. Data de los siglos XVI-XVII y es de estilo renacentista. La calle se curva suavemente para desembocar en la plaza de Santa Marina, corazón del barrio de este nombre, que fue antaño famoso por sus toreros y piconeros.

Preside la plaza de parroquia de Santa Marina de las Aguas Santas, otra de las iglesias fundadas por Fernando III, construida en los siglos XIII-XIV en estilo de transición románico-gótico. La plaza de Santa Marina se une con la de los Condes de Priego, situada enfrente de la iglesia, en la que se alza el monumento dedicado a Manuel Rodríguez Manolete. Mientras toma una copa en la taberna Santa Marina podrá contemplar fotos y recuerdos del último califa del toreo, depositados por la antigua "peña amigos de Manolote". Subiremos por la calle Mayor de Santa Marina hasta desembocar en otra plaza manoletina, La Lagunilla, en la que pasó el torero su niñez y juventud y en la que se conserva el primer monumento que Córdoba le dedicó: un elegante busto de bronce amenizado por estanque y palmeras y esculpido por Juan de Ávalos. Enfrente de La Lagunilla se encuentra la ermita de San Acisclo y Santa Victoria, donde las Esclavas del Santísimo Sacramento, de blancos hábitos, adoran permanentemente la Eucaristía.


Nos encontramos en la Puerta del Colodro, así llamada en memoria de Alvar Colodro, soldado de Fernando III que fue el primero en escalar la torre que guardaba este acceso de la Ajarquía, iniciando así la reconquista incruenta de Córdoba. Al otro lado del blanco muro, el tranquilo barrio de los toreros da paso a la avenida de las Ollerías, de tráfico intenso, que nos lleva, por la izquierda a la Torre de la Mar Muerta, fortaleza unida a la muralla que mandó construir el poderoso rey Don Enrique en 1408. A la sombra de la torre pervive la taberna de Paco Acedo, que frecuentaba Manolete y que conserva el salón donde se reunía con sus amigos a jugar al dominó.
Al otro lado de la torre se extiende la Plaza de Colón, conocida también como Campo de la Merced, que en la antigüedad fue cementerio romano a extramuros y, entre 1759 y 1831, escenario de festejos taurinos.

En el corazón de la plaza se extiende un cuidado parque de estilo inglés, delimitado por una verja, con pasos radiales que confluyen en un salón central hermoseado por una vistosa fuente neobarroca de los años veinte. En una vertiente de la plaza se alza el antiguo convento de la Merced, edificio barroso construido entre 1716 y 1745 que , tras la desamortización, pasó a ser hospicio y en los años setenta fue restaurado y adaptado para la sede de la Diputación, pasando así de convento a palacio provincial. Su singular fachada barroca de placas, pintadas a imitación de mármoles policromos, ostenta una portada churrigueresca de blanca piedra que corresponde a la iglesia. Interiormente merecen verse el claustro del patio principal y la artística escalera de mármoles.
Siguiendo la acera del Palacio de la Merced, llegamos a la Ronda de los Tejares, principal eje del moderno centro. Cruzando la ronda llegamos a la Puerta de Osario y tomamos la angosta calle Burell, que enseguida desemboca en la plaza de las Doblas. Tiene un umbroso jardín con bancos de granito, que invitan a sentarse para descansar y contemplar de paso los fragmentos de fustes estriados procedentes del Templo Romano. Enfrente hace esquina la casa señorial de los Marqueses de Valdeflores, de traza neoclásica, terminada a principios de siglo y que ha sido adquirida y restaurada por un acomodado empresario.

La plaza de las Doblas es la antesala de la de Capuchinos,la más seductora de Córdoba en la sencillez de su "rectángulo de cal y cielo" como la describe el poeta Ricardo de Molina, quien estima que este recinto encarna "el celebrado silencio y la famosa soledad de Córdoba". La plaza se configuró en los siglos XVII y XVIII, y en 1794 se erigió su monumento más característico, El Cristo de las Misericordias y Desagravios, conocido popularmente como Cristo de los Faroles, cautivo entre rejas y alumbrado en las noches por ocho tenues faroles, que muchos comparan a un paso de Semana Santa cuyos costaleros lo hubieran abandonado en mitad de la plaza. Aunque se visite durante el día, hay que volver a esta plaza de noche, cuando el silencio y las tinieblas desvanecidas por los faroles aumentan su recogimiento y su misticismo.
Al fondo de la plaza se levanta la sobria fachada de la iglesia conventual de los Capuchinos, que edificaron con limosnas poco después de establecerse en este lugar en 1633, y cuya verdadera advocación es el Santo Ángel.
La vertiente derecha de la plaza corresponde al antiguo Hospital de San Jacinto, para pobres incurables, hoy residencia de ancianos atendida por monjas servitas. Su recoleta iglesia barroca data de 1731 y en ella recibe culto la Virgen de los Dolores, una enjoyada imagen barroca realizada en 1719, por el artista granadino Juan Prieto, que es la que más devoción despierta entre los cordobeses.

Por una angosta calle se desemboca en la escalonada cuesta del Bailío, coronada por la portada plateresca del antiguo Palacio de los Fernández de Córdoba, de finales del siglo XV, atribuida al primer Hernán Ruiz. La casa ha sido objeto de reciente restauración, para ubicar en ella la Biblioteca de Al-Andalus.
Continuamos hacia la cercana plaza del Cardenal Toledo, popularmente llamada la de las Dueñas por el convento que ocupó antaño este lugar. La plaza está amenizada por un jardín en cuya plataforma central surge una fuente de blanco mármol que parece escapada de un patio señorial. Un soberbio cedro del Himalaya, palmeras, fresnos, plátanos, acacias y otras especies vegetales regalan su sombra, mientras los bancos brindan asiendo para deleitarse en este oasis. En la vertiente de la plaza que corresponde el trazado de la calle Carbonell y Morand surge la grácil espadaña del convento de Nuestra Señora de la Concepción de las Benitas y Bernardas Recoletas, más conocido por el Císter. Poco más abajo, una barroca portada de piedra con una Inmaculada en su hornacina anuncia la bien conservada iglesia del mismo estilo, construida en 1729.
Contrasta la fachada del Císter con el edificio que surge enfrente y que recorre toda la acera; se trata de la fachada lateral del antiguo Gobierno Civil, construcción modernista de 1906 proyectada por el arquitecto Ángel Castiñeyra, hoy adoptado a centro docente. Siguiendo el edificio torcemos, a la derecha, por la calle Alfonso XIII, a la que asoma la fachada principal, con un ampuloso balcón.
Unas casas más arriba está el Circulo de la Amistad, casino señorial creado en 1850, con el que poco más tarde se fusionaría el Liceo Artístico y Literario.
Poco más arriba se extiende, a la derecha, la plaza de Capuchinas, en la que protegido por una esbelta araucaria, se levanta el monumento dedicado al obispo cordobés Osio (256-357), que presidió el Concilio de Nicea e inspiró la oración del Credo cuando los arrianos pusieron en duda la divinidad de Jesucristo. Tras la estatua abre la barroca iglesia conventual de San Rafael, más conocida por el nombre de sus religiosas, las capuchinas, templo del primer tercio del siglo XVIII. Desde la angosta calle Conde de Torres Cabrera, se accede al recoleto patio conventual, cuyas galerías de arcos peraltados cobijan devociones populares, entre ellas San Antonio, que invocan las solteras para encontrar novio.

Poco más adelante abre por la izquierda la calle peatonal de San Zoilo, mártir cordobés de época romana, que tuvo aquí su ermita, de la que pervive la fachada. La breve calle desemboca enseguida en la plaza de San Miguel, dominada por la parroquia del mismo nombre, cuyo aspecto medieval contrasta con las edificaciones del entorno.

Esta es otra de las iglesias fundadas por Fernando III tras la reconquista, y fue erguida sobre una mezquita, en estilo románico de transición al gótico, en los siglos XIII y XIV. A la sombra del templo abre la taberna San Miguel, fundada en 1880, conocida por Casa El Pisto, clásica y concurrida. Por la angosta calleja de los Barqueros desembocamos en la placita Mármol de Bañuelos, para continuar por Victoriano Rivera o calle de la Plata, que nos lleva a la plaza de las Tendillas, salón de estar y corazón de un centro comercial que se ha ido prolongando hacia el norte. La reciente remodelación de las Tendillas ha modernizado su aspecto, y la ha ganado para el peatón, pero mantiene los edificios que le dan carácter.

La plaza actual surgió a mediados de los años veinte, tras la demolición del Hotel Suizo y la construcción de los edificios que representan la arquitectura de aquellos tiempos. El edificio más antiguo de la plaza es el que hace esquina con la calle Claudio Marcelo, que data de 1868 y acoge al Instituto Luis de Góngora. Pero el símbolo más representativo de la plaza es el monumento ecuestre al militar montillano Gonzalo Fernández de Córdoba, El Gran Capitán (1453-1514), en cuyo pedestal se recuerdan los nombres de sus célebres victorias en Italia, entre ellas Ceriñola y Garellano, que valieron la conquista para España del reino de Nápoles. El monumento fue realizado por el escultor cordobés Mateo Inurria y estuvo situado inicialmente en la Avenida del Gran Capitán, pero en 1927 fue trasladado a su actual emplazamiento. Otro elemento peculiar de la plaza es su reloj flamenco, en la esquina con la calle Gondomar, que da las horas con rasgueos de guitarra por soleares.

Las Tendillas es el corazón de la ciudad provinciana, algo así como su centro urbano oficial, algo anclado ya en los recuerdos, pues la Córdoba del presente se mira en otros espejos y espacios más modernos; pero, a pesar de ello, se la venera como un símbolo. También conserva su condición de salón mayor para recepciones de reyes y meta de manifestaciones. Si quiere tomar el pulso a Las Tendillas y a la propia ciudad que representa la plaza habrá de sentarse en una de sus terrazas y trabar conversación con los limpias, los camareros o los vendedores de lotería, su galería humana más habitual.

Bajaremos ahora por la calle dedicada al pretor romano Claudio Marcelo, vía comercial situada a espaldas del monumento al Gran Capitán, para conocer algunos edificios modernistas de principios de siglo, casi todos proyectados por Ángel Castiñeyra. El la casa del número 4 pasó su niñez y juventud el escritor cordobés Antonio Gala. Al final de la calle vislumbramos otra perspectiva del Templo Romano. En esta calle se van estableciendo bares y cafeterías de acogedor aspecto como la Gloria, Caroche y Calle Nueva.
Por la calle García Lovera, que atraviesa hacia su mitad la de Claudio Marcelo, nos dirigimos ahora, por la derecha, a la plaza de la Compañía, una concentración de interesantes monumentos dieciochescos que la peatonalización realza. En medio de la plaza surge otro triunfo de San Rafael, sustentado por cuatro columnas, que fue erigido en 1736. Al fondo del mismo blanquea la mole de la antigua parroquia de Santo Domingo de Silos, sin culto desde 1782, que en los años ochenta fue adaptada para Archivo Histórico Provincial. Domina la plaza la parroquia de San Salvador y Santo Domingo de Silos, establecida en 1782, años después de la expulsión de los jesuitas, en la iglesia llamada de la Compañía, que habían edificado en la segunda mitad del XVI para su contiguo Colegio de Santa Catalina, creado en 1555. a continuación de la parroquia se extiende la fachada del antiguo Colegio de los Jesuitas, reedificado en 1719, que conserva una hermosa escalera barroca de jaspes en su interior. Cierra la plaza por el fondo un soberbio pórtico hexástilo, rematado por frontón triangular, que corresponde a la iglesia de Santa Victoria, templo neoclásico de planta circular. La acera izquierda de la calle Santa Victoria está recorrida por la fachada del colegio del mismo nombre, regentado por las Escolapias, y en ella destaca la portada con un elegante balcón. La calle se estrecha y desciende, ahora con el nombre de Juan Valera, para desembocar en la de Ángel de Saavedra, el escritor romántico más conocido por Duque de Rivas, que nació en un palacete situado a poca distancia. Junto a él se alza la iglesia conventual de Santa Ana, de monjas Carmelitas Descalzas, templo barroco de los siglos XVII y XVIII, que en su bella portada, de piedra gris, una hornacina acoge al grupo escultórico de Santa Ana, la Virgen y el Niño.
Volvemos a la confluencia de Juan Valera con Ángel de Saavedra, que forman una plazoleta presidida por una bella fachada renacentista de mediados del siglo XVI, lo único que pervive del antiguo palacio del Marqués de la Fuensanta del Valle, en el que se estableció, en 1955, el Conservatorio Superior de Música. Seguimos por la calle Jesús y María, para salir de nuevo a la plaza de las Tendillas. Tomaremos ahora la peatonal calle Gondomar, que surge a la izquierda, justo bajo el reloj flamenco. Es un tradicional y activo eje comercial, que no ha escapado a la renovación, ahora con boutiques, bazares y tiendas de regalos. Al final de la vertiente derecha, sobrevive, retranqueada y cautiva tras una moderna fachada acristalada, la portada del derruido Palacio de los Marqueses del Boil, triste destino seguido en las últimas décadas por muchas casas señoriales.

Desemboca Gondomar en la Avenida del Gran Capitán, cuyo primer tramo ahora se conoce por "el Bulevar", tras la remodelación llevada a cabo a finales de los ochenta. Esta avenida, concebida inicialmente como paseo, fue el eje del ensanche urbanístico experimentado por Córdoba durante la segunda mitad del siglo XIX, favorecido por la llegada del ferrocarril en 1859. Escaparate de la Córdoba de entresiglos, a ella se asomaban los principales hoteles, teatros y cafés, en alternancia con algunos palacios y casas señoriales, casi todo ello ya desaparecido y reemplazado por oficinas de entidades financieras. Permanecen, por fortuna, los monumentos. El primero y principal es la iglesia parroquial de San Nicolás de la Villa, que cierra el Bulevar por el sur. Es un templo de origen mudéjar, erigido en el siglo XIII sobre una mezquita precedente, en el que dejarían huella , como en otras muchas iglesias cordobesas, los estilos renacimiento y barroco.
En el primer tramo de la acera de los impares pervive el Gran Teatro, inaugurado en 1873, hoy gestionado por una fundación pública municipal, que oferta una programación variada. Merece la pena tomar la calleja aneja al teatro, Menéndez y Pelayo, para internarse en la recoleta plaza de San Hipólito y conocer la Real Colegiata del mismo nombre, templo fundado por Alfonso XI en la primera mitad del siglo XIV, época a la que corresponde el ábside poligonal y la bóveda de crucería. A ambos lados del presbiterio se hallan los sepulcros de los reyes Alfonso XI, el fundador, y Fernando IV.
En este escaparate de modernas arquitecturas, que tanto contrastan con los edificios más tradicionales que aun perviven, concluimos el itinerario turístico por el casco histórico de Córdoba a través de sus monumentos y rincones más representativos, incluidos algunos barrios de la Ajarquía que los turistas no suelen frecuentar.
Tras tan larga caminata, llena probablemente de emociones estéticas y vivencias humanas, bueno será tomar asiento en cualquiera de las terrazas que pueblan en Bulevar para descansar y percibir también, entre juegos de niños, el latido de la Córdoba más cosmopolita que se abre al norte.


Bibliografía. Fco. Solano Márquez Cruz. Itinerarios por la ciudad. Vive y descubre Córdoba. Editorial Everest S.A 2000

Comunidad judía en Córdoba

La comunidad judía en Córdoba.

Cuando el Cónsul de Roma Marco Claudio Marcelo, funda la Córdoba romana en el año 152 a de J.C., junto a la ciudad Ibero-Turdetana del mismo nombre, los judíos ya estaban aquí establecidos, desde la más remota antigüedad.

Según las tradiciones transmitidas por los historiadores, los primeros judíos llegaron a España en tiempos del Rey Salomón (970-931 a de J.C.) formando parte del pasaje de las naves fenicias que se dirigían a Tharsis (Tartessos) en las desembocaduras de los ríos Tinto y Odiel, donde abundaban las piritas de cobre.

Varias de estas embarcaciones fenicias pusieron rumbo hacia la desembocadura del Guadalquivir, y después de atravesar los peligrosos bancos de arena del Salmadita, remontaron el río hasta Corduba, lugar habitado por los ibero-turdetanos atraídos por la riqueza del subsuelo y la fertilidad de su tierra, de lo que sin duda debieron tener algunas noticias; los fenicios regresaron a su punto de destino quedando en el poblado los judíos que los acompañaban.

Esta población hebraica que en un principio fue de poca importancia, se vio acrecentada en gran medida a raíz de la destrucción de Jerusalén y de su Templo por las tropas de Tito, año 70, y con la dura represión impuesta por Adriano en toda la Judea, dio lugar a una gran diáspora de judíos a través de los territorios del mundo romano, y como consecuencia, su llegada a Córdoba en considerable número.

Una orden imperial que en lo fundamental se remontaba a los tiempos de César, autorizaba a los judíos practicar libremente su culto protegidos por el Estado Romano, el que a su vez les eximía de todos aquellos deberes que eran incompatibles con su fe, especialmente de los ritos del culto al Emperador, gozando de los mismos derechos que la población romana.

La paz que gozaron durante la dominación romana, se vio truncada a causa de la invasión de los bárbaros del norte, especialmente los visigodos, ya que algunos de sus reyes, entre ellos Sisebuto (612-613), promulgaron edictos de expulsión de no abrazar la fe cristiana, los que no se llevaron a efecto gracias a la valiosa intervención de San Isidoro, que en el IV Concilio Toledano (633) por él presidido, prohibió forzar con medidas violentas a los judíos para que se convirtieran al cristianismo; en Córdoba no se observó esta prohibición por parte del gobernador Teodofredo, quien extremó las persecuciones dando lugar a la huida en gran número, hacia las capitales del norte de Europa.

Fue tal el odio oculto que sintieron los judíos hacia los visigodos, que vieron con buenos ojos la conquista de Córdoba por los musulmanes (711), a los que ayudaron de una forma eficaz, convirtiéndose en sus más leales colaboradores, y en recompensa a sus valiosos servicios, les fue permitido practicar sin impedimento alguno su religión y sus costumbres. Asimismo se les autorizó a ejercer libremente el comercio, por lo cual muchos se establecieron en los zocos como vendedores de pieles finas y perfumes; otros se dedicaron a las finanzas abriendo casas de cambio, llegando incluso administrar las rentas del Tesoro Público. También fueron los encargados de proveer al Gran Mercado de Córdoba de eunucos eslavos. Y dado su talento organizador y político, desempeñaron importantes cargos en la Corte de los Soberanos Omeyas.

La mayoría del pueblo judío vivía entonces bajo gobierno del Islam, y fue entonces cuando se inició el largo y brillante período de la simbiosis judeo-árabe de Córdoba. Durante los cuatro siglos de hegemonía Omeya, las actividades culturales, artísticas y comerciales de los musulmanes hicieron de Al-Andalus el país el más culto de Europa. Los historiadores hablan con admiración de Córdoba, capital del Califato Omeya, que se convirtió en un magnífico centro cultural con sus lagos y parques, palacios rutilantes y mezquitas. La corte atrajo y ejerció su mecenazgo sobre poetas y filósofos, hombres de letras y ciencias.

En los siglos X-XII el judaísmo sefardí resurge con fuerza en Córdoba, la capital de Al-Andalus o espacio geopolítico en la Península bajo poder musulmán. Con la llegada al poder de Abderramán III como califa (929), se inicia una política de reconciliación que favorece a la comunidad judía de Córdoba y que dará lugar a un importante período de desarrollo cultural. En Al-Andalus surgieron por doquier comunidades judías con ciudades como Lucena o Granada cuya población era mayoritariamente judía.

Gran parte de este resurgir se debió, sin duda, a Hasday ben Saprut, ministro judío de Abderramán III y nasí o jefe de las comunidades judías de Al-Andalus. Con la caída del Califato (1031) comienzan los reinos de taifas, que desde el punto de vista cultural promueven las ciencias y las letras: hacia mediados del s. XI, comienza la edad de oro del judaísmo andalusí. La influencia judía en la ciudad cayó con el fin del período califal, cuando, a la muerte de al- Muzaffar, hijo de Almanzor, se impuso la anarquía y la inseguridad. Pero volvió a recuperarse cuando, conquistada la ciudad de Córdoba por Fernando III en el 1236, se promulgó el fuero que consolidó jurídicamente la conquista.

La judería de Córdoba.

Conquistada la ciudad de Córdoba por Fernando III, los musulmanes salieron libres, llevando consigo sus propiedades muebles y sirvientes, perdiendo sus bienes inmuebles (casas y tierras) que serían objeto de donaciones y reparto entre conquistadores y pobladores, y abandonando de inmediato la localidad conquistada. La caída de Córdoba en poder de Castilla más que un símbolo era la realidad de la eliminación del Islam como fuerza política de peso en la Península.


El 30 de junio de 1236, Fernando III, rodeado de la nobleza y de todo el pueblo, hizo su entrada solemne a la ciudad. Después de celebrar una misa, el monarca se dirigió al palacio califal edificado por los musulmanes, comenzando a continuación a tratar con la nobleza todo lo necesario para el repoblamiento de la ciudad con cristianos, al quedarse totalmente vacía de musulmanes. A partir de este momento, la mayor parte de la población la constituían cristianos procedentes de la nobleza y del pueblo llano.

Tras la conquista, los judíos se verían favorecidos por una política de tolerancia, volviendo a recuperar parte del esplendor perdido durante la dominación almorávide y almohade. Alfonso X el Sabio trató de mejorar la suerte de los judíos, otorgándoles privilegios y derechos de diverso orden: en Granada, Córdoba y Sevilla se ampliaron sus barrios y viviendas con recinto amurallado, y se les autorizó a reedificar sus sinagogas imponiéndoles ciertas restricciones en el ornato que habían de usar en ellas.

Los judíos cordobeses se encontraban sometidos a los cristianos judicial y políticamente, y no podían ostentar cargo alguno, excepto el de almojafire (recaudador) del Rey. El que un judío pudiera ser recaudador de las rentas y derechos del Rey es prueba de la confianza absoluta que éste tenía en su gestión económica.

La Sinagoga.


En el número 20 de la calle Judíos, a unos metros de la plazuela de Tiberiades, donde se yergue el monumento a Maimónides, se encuentra una de las más históricas y atrayentes sinagogas del mundo entero.

La sinagoga de Córdoba fue construida en el año 1315 en el estilo mudéjar propio de la época, a cargo de alarifes dirigidos por Isaq Moheb. En 1885 fue declarada Monumento Nacional. Como es costumbre entre los judíos, a la Sinagoga no se entra directamente desde la calle, sino a través de un pequeño patio. A la derecha de éste, se halla la puerta de entrada; a la izquierda, la zona administrativa de la Sinagoga.

La Sinagoga tiene dos habitaciones: un pequeño vestíbulo y la sala de la oración. Ala derecha del vestíbulo, en el muro Sur, se encuentra una escalera que permite subir a la azará o tribuna desde donde a las mujeres les estaba permitido seguir los oficios religiosos. Sus tres balconcillos están contorneados de inscripciones hebreas parcialmente conservadas.


A la derecha, se encuentra un espléndido arco ciego ojival de 1,52 m. de lado e inscrito en un alfiz con decoración de ataurique (relieves decorativos de yeso propios del arte árabe) de forma romboidal. La inscripción hebrea que lo enmarca, casi por completo desaparecida, parece aludir al Cantar de los Cantares (4,4). Este arco ojival y su nicho de 0,43 cm. de fondo debió alojar la bimah o púlpito para la lectura de la Torá. Junto al hueco, a mano derecha, se conserva una inscripción, cuyo texto alude al fundador de la Sinagoga, Isaac Moheb. Dice así:

"Santuario provisional y morada del Testimonio que terminó Isaac Moheb, hijo del Señor Efraín Waddawa. Asimismo, presta atención, oh Dios, y apresúrate a reconstruir Jerusalem".


El Alcázar de los Reyes Cristianos.

El Alcázar, junto al llamado Castillo de la Judería, formaba parte del conjunto de edificios del Palacio Califal. Después de la reconquista de Granada, los Reyes Católicos cedieron el Alcázar al Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición: la tercera torre, situada al Suroeste, se conoce como de "La Inquisición". Después fue cárcel civil, y posteriormente, prisión militar.

Exterior del Alcázar.

Tras la conquista cristiana, la población judía permanece en la ciudad y sigue ocupando su tradicional aljama de época árabe -la Judería. Este barrio comprendía esencialmente el espacio urbano existente entre la puerta de Almodóvar y la Catedral, la antigua Mezquita. En 1391 tiene lugar el asalto a la judería. El móvil fue el robo y saqueo de bienes hebreos, y no la matanza de judíos como se había supuesto antes. Este asalto trae como consecuencia que se rompa el aislamiento de la población judía. Las murallas se abren y las puertas desaparecen. Las conversiones al Cristianismo se suceden en masa. Algunos conversos marchan a otras zonas, como el barrio de San Nicolás, en el actual centro cordobés. Tras el asalto, los judíos quedaron muy pobres, ya que se había destruido la mayor parte de sus bienes. En 1478 el corregidor Don Francisco Valdés, después de una serie de revueltas populares contra judíos y conversos, intentó trasladarlos al barrio del Alcázar Viejo. Pero éstos recurrieron ante el Rey debido a la falta de infraestructuras mínimas para su habitabilidad. El rey les dio la razón anulando la orden de traslado pero les ordenó recluirse en su antigua judería, donde permanecieron hasta la expulsión. Nuevamente, los hebreos vuelven a la zona amurallada.

El recinto amurallado de la Judería.

La Judería estaba separada del resto de la ciudad por un recinto amurallado, del que no conocemos la totalidad de su trazado. A este recinto se entraba por dos puertas: la de la Judería, ubicada frente al ángulo noroccidental de la Mezquita-Catedral y la del Malburguete, de la que desconocemos incluso su situación aproximada. La judería coincidiría aproximadamente con las calles Judíos, donde se encuentra la Sinagoga, Tomás Conde, Almanzor, Romero, Deanes, Judería, Manríquez, Albucasis, Averroes, las plazas del Cardenal Salazar, Judá Leví y Maimónides, barrio que ya había ordenado cerrar en 1272 Alfonso X, obligando a sus habitantes a vivir dentro del mismo.

Pero no todos los judíos habitaban en este barrio. Reducido al principio a este barrio de la Judería, muy pronto, a partir de 1260, vemos a algunos de ellos instalados en sus casas de cristianos situadas en las zonas próximas a ella, y posteriormente en lugares comerciales de la ciudad, dentro de los barrios de San Salvador y San Andrés, lo que muestra que se podían mover con facilidad por la ciudad. Con anterioridad a esta fecha, los judíos vivieron al Norte de la ciudad, en los alrededores de la Puerta Osario, el campo de la Merced y el barrio de Santa Marina. Según todos los indicios que poseemos, por tanto, el centro comercial, artesano y eclesiástico administrativo, siguió girando en época cristiana como en la anterior en torno a la Mezquita, erigida tras la conquista en la Santa Iglesia Catedral, levantándose no muy lejos de aquel lugar el Alcázar de los Reyes Cristianos.

La puerta de Almodóvar que cierra la Judería en la muralla árabe.

La judería de Córdoba se encuentra hacia el Norte, en una zona muy cercana a la Mezquita-Catedral, centro político, religioso y cultural de la Córdoba medieval. El trazado de sus calles tiene todas las características del urbanismo musulmán, ya que había sido realizado durante la época de dominio árabe. Hallaremos calles estrechas, tortuosas; calles zigzagueantes, laberínticas, algunas de ellas sin salidas o adarves. Estas vías son entendidas socialmente como una prolongación del espacio interior de la casa; sirven a la población de lugar de encuentro, a la vez que su estrechez proporciona sombra en verano y evita el excesivo frío en invierno. A esto se añaden los motivos de carácter defensivo; muchas de ellas se abrían y cerraban según un horario establecido y estaban orientadas hacia el interior.

Córdoba fue y sigue siendo aún hoy un ejemplo vivo de realidad multicultural y multiétnica, un reflejo de lo que ha sido su historia bimilenaria, trazada a partir de diversas civilizaciones, culturas, religiones, filosofías e ideologías que han forjado, pese a algunos periodos de intransigencia y persecuciones, la imagen de una ciudad en la que es posible la convivencia entre gentes diversas que pertenecen a razas distintas, practican religiones diferentes y tienen variadas ideologías.



Fuente: www.juderia.net
Fuente: www.ciudadespatrimonio.org

http://www.ciudadespatrimonio.org/DesktopDefault.aspx?tabID=12010

Córdoba en la historia (6)

La Córdoba del siglo XX

La centuria que acaba de terminar ha sido decisiva para Córdoba. Los cambios habidos a lo largo de sus décadas han ido preparando la ciudad para su paso al futuro. Poco a poco, y siempre en medio de interminables debates, los proyectos han ido siendo realidad cambiando la configuración de una ciudad que a la vez que progresa ve como su economía deja de depender del campo, cómo el patrimonio monumental se convierte en una fuente de riqueza y cómo pasa a ser un importante nudo de comunicaciones gracias a su privilegiado enclave geográfico.
La ciudad llegó al pasado siglo XX como un gran poblado de raíces agrarias por el que no había pasado la revolución industrial. Contaba con unos 58.000 habitantes. Un gran número de sus calle permanecía sin pavimentar y mal iluminadas. La ausencia de alcantarillado potenciaba la situaciones de falta de higiene y salubridad. Los escasos visitantes se maravillaban ante un patrimonio monumental tan extenso como abandonado al que los cordobeses de la época no valoraban en toda su dimensión. La enseñanza de impartía en 1900 en sólo cuatro centros: el instituto, el seminario y las escuelas de Magisterio y de Veterinaria.

A lo largo del reinado de Alfonso XIII, la población comparte el clima negativista que estaba extendido a lo largo y ancho de todo el territorio nacional. Las consecuencias de la pérdida de las colonias de ultramar y la sangría de la guerra de África pesaban también como una losa en el ánimo de los cordobeses. El turnismo político estaba agotado y se reclamaban nuevas fórmulas.


En Córdoba, la llegada de la dictadura de Primo de Rivera el 13 de Septiembre de 1923 supone el ascenso al poder de José Cruz Conde y Fustegueras que marcará prácticamente la década. Desde la alcaldía diseña importantes obras de infraestructura propias de una ciudad como el abastecimiento de agua potable. la apertura de nuevas calles, la creación de nuevos espacios ajardinados, etcétera que se irán desarrollando en el mandato de sus sucesores.


La irrupción de la República abre la ventana de la esperanza tras el agotamiento del régimen militar anterior. Una nueva clase política llega al poder y unos nuevos modos de entender la gestión se implantan en las instituciones aunque en Córdoba también se reflejan los vaivenes del régimen. A pesar de no vivir directamente la virulencia de la guerra civil, en la ciudad se sufren las consecuencias de las represiones que se ejercieron sobre la población.

El régimen de Franco tiene en Córdoba un nombre propio en sus primeros años: Manolete. La relación de amor/odio de la población con su ídolo alcanzaría la cumbre tras la muerte del diestro en Linares el 28 de Agosto de 1947. Desde entonces ocupa un lugar en la mitografía de la ciudad.

La llegada del obispo fray Albino González Menéndez-Reigada (1946) y del alcalde Antonio Cruz Conde y Conde (1951) suponen el inicio de la que se ha dado en llamar la "década prodigiosa" (1951 - 1961).

Los cincuenta son los años en los que Córdoba recupera parte del retraso arrastrado desde antiguo. Desde la labor social sin parangón del prelado hasta las acciones desarrolladas desde el Ayuntamiento, Córdoba experimenta un importante salto adelante en sólo unos años. Cruz Conde revaloriza el patrimonio monumental y crea la infraestructura necesaria en una ciudad de su tiempo como un aeropuerto, el segundo puente que se construye sobre el Guadalquivir desde la época romana, hoteles, remozado de pavimentaciones y alumbrados, nuevos barrios, etcétera.
Los años finales del franquismo en Córdoba se viven con languidez de no ser por la estela brillante que deja el nuevo maestro del toreo Manuel Benítez "El Cordobés".

Quizás el proyecto que con mayor mimo se acaricia sería el de la construcción de la nueva estación del tren, que luego se frustraría con la llegada de la democracia. En ese periodo hay que incluir la creación de la Universidad que vendría a dotar de perspectivas de futuro a las generaciones de jóvenes cordobeses.


Julio Anguita, por el Partido Comunista de España, es el primer alcalde de la democracia. Nuevos aires entran en el Ayuntamiento en el que el concepto de participación ciudadana se implanta como bandera de su gestión. Tras su mandato, el soterramiento del ferrocarril y la gestión de los terrenos liberados de Renfe, así como las actuaciones en el Guadalquivir son las líneas fundamentales que han definido la actuación municipal en la última década del siglo XX.
La Córdoba que entra en el siglo XXI poco tiene que ver con la de un siglo antes. Los centros docentes se han multiplicado en todos los niveles, destacando el nacimiento de una Universidad que goza de gran prestigio en varios campos. La atención sanitaria se centraliza en el Hospital Reina Sofía, el único de Andalucía con el programa completo de trasplante de órganos. Las comunicaciones dieron un importante salto al formar Córdoba parte de la primera línea de AVE que se instala en España.

El reto de presenciar los cambios de las últimas décadas, han demostrado que Córdoba se puede acercar al futuro, puede dejar de llegar tarde a los cambios que se producen y avanzar con el prestigio de su pasado.



Bibliografía. Fco. Solano Márquez Cruz. Itinerarios por la ciudad. Vive y descubre Córdoba. Editorial Everest S.A 2000:Manuel Ocaña Jiménez. Córdoba Musulmana Editorial Everest S.A. 1975: José María Ortiz Juárez. La Córdoba de los Austrias. Editorial Everest S.A. 1975: Juan Gómez Crespo. Córdoba Moderna y Contemporánea. Editorial Everest S.A. 1975: Córdoba recuperada. Edit. El Día de Córdoba